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jueves, 24 de mayo de 2012

Veinte años no es nada.


Tenían veinte años y todo era posible. ¿Qué son veinte años? Nada. Según la canción, veinte años no es nada y para ellos… para ellos era el principio del horizonte. Un viaje abierto a cualquier parte, inmenso, como sus ganas de divertirse. Veinte años y el mundo por venir. Toda una vida. Como la que les separaba ahora de esos momentos, de la juventud sin freno, del día exprimido sin pensar en el mañana. Porque había tanto, tanto mañana que, ¿quién quería pensar en ello?

Veinte años para disfrutar. Veinte años que se ocultaban en sus recuerdos. Veinte años. Era la edad que tenían cuando se conocieron. Como conocieron a tanta gente… Pero lo suyo fue distinto. Desde el principio. El desfiladero de su risa. La de los dos. Tantas veces compartida. En la noche. De discoteca en discoteca. Entre las copas y el humo de los cigarros que otros consumían. Ellos no. Ellos no tenían vicios. Al menos a la vista. Su vicio eran ellos. Ellos y su relación. Esa extraña relación que se fue construyendo casi sin palabras, porque el volumen de la música apenas les dejaba oírse. Con las miradas. Sus ojos siempre atados, en conversaciones inacabables y silenciosas. Su relación. Esa relación que ninguno sabía definir. Ni falta que hacía. Con vivirla tenían bastante. Vivirla. A los veinte años. Como si el mundo se fuera a acabar. Con ansia, con desesperación. Besándose en cualquier parte. Buscando rincones donde seguir con sus manos lo que sus ojos – ahora sí, cerrados – ya no podían contarse. En el coche, tantas veces… El coche de su padre. Del padre de él. Un coche incómodo que parecía empeñarse en complicarles cada encuentro. En la casa que les prestaba aquel amigo. Sin poder llegar casi nunca a la cama. Buscándose desde antes de entrar. Siguiendo la línea del pasillo con la espalda de ella sobre la pared; con el peso del cuerpo de él ciñéndola.

Veinte años. ¿Qué más daba? ¿Qué más daba si no eran realmente una pareja, sino sólo las parejas intermitentes de otros? ¿Qué más daba, si casi nunca necesitaban contactar de un modo convencional?, ¿si sólo el deseo les unía cuando ya las discotecas y la noche se convirtieron en un marco, un marco en el que apenas transcurría el primer momento, el del encuentro? Sabían que, sin haber quedado, podrían verse. Verse por la zona y cuando pasaba… Cuando pasaba no había nada más. Y mucho menos nadie. Aunque en ese momento ella estuviese perdidamente enamorada de ese estudiante de Teleco. O él sufriese por la indiferencia de la más pija de las pijas de la facultad de Derecho. Daba igual. Las sensaciones que les proporcionaban sus encuentros no eran comparables a ninguna otra cosa. Más que la  pérdida de conciencia del alcohol. Más que la levedad del hachís. Más que la ausencia que les daban otras cosas. Más. Siempre más. Él dijo una vez que la única sensación parecida que había tenido en su vida fue la de lanzarse en paracaídas. Así era para ellos. Lanzarse al vacío, sin ver el fin de la sima, cayendo, cayendo, con las hormonas llenando sus cerebros de reacciones químicas mejores que la mejor de las drogas.

Veinte años y enganchados. Enganchados el uno al otro. Enganchados al sexo compartido. Sólo enganchados a ellos. No era igual con ningún otro. Con ninguna otra. Nada se parecía. A pesar de que ya casi no pasaban tiempo en las discotecas ni en los bares de copas, seguían prácticamente sin hablarse. Sin saber el uno del otro. Sin querer conocerse más allá de lo que ya sus cuerpos recordaban. ¿Cuánto podía durar? Era imposible decirlo, pero nadie hubiera apostado porque llegase a los veinte años. Veinte años sin llamarse por su nombre, sin cruzar más que las palabras imprescindibles. Veinte años reconociendo sus gemidos, sus susurros, los gritos ahogados. Veinte años.



Fue con él con quien ella descubrió esos juguetes. Con él con quien empezó a usarlos. Se convirtieron en parte inseparable de la parafernalia de su extraña relación. Conocían las últimas novedades, las formas más extrañas, los juegos más sofisticados. Fueron clientes habituales de los primeros sex-shops.

Y fue con ella con quien él descubrió el placer de estar a la merced del otro, sujeto a la cama, o al algún mueble, indefenso, con los ojos vendados o con algún otro sentido amarrado.

Fueron ellos, ellos dos los que lo probaron todo. Todo lo que se les ofrecía. Sin límites. Sólo uno: no incluir a nadie más en sus sesiones. Sólo ellos. El sexo, en todas sus posibilidades y ellos.

Veinte años habían pasado desde esa primera vez. Esa primera vez en la que ella abandonó a sus amigas en la discoteca sin explicación alguna y siguió a ese extraño joven de mirada intensa hasta el 131 de su padre. Veinte años en los que no había hablado de esa relación con nadie.

No siempre sus encuentros fueron continuados. No, ¡qué va! Hubo un tiempo en el que ambos se creyeron normales e hicieron lo que hace la gente normal: buscaron una pareja estable, convivieron con ella, pagaron facturas, trabajaron para poder hacerlo… Y hablaron. Hablaron con los demás, olvidando que un día habían tenido otro lenguaje, un lenguaje distinto, único, el más animal de los lenguajes, que sólo tenía dos hablantes: ellos.

Pero el tiempo, juguetón, les volvió a unir, de la manera más inesperada. Ella iba a recoger a su hijo al colegio cuando chocó con él. Se miraron. Y ya no hubo marcha atrás. Sus cuerpos se reconocieron antes de que sus ojos pudieran apartarse. Y no lo pudieron evitar.

Y dio igual que ella fuera una ejecutiva de éxito, casada y madre de familia numerosa y que él fuera el encargado de mantenimiento del colegio de sus hijos, separado sin haber conseguido tener un churumbel que llevar al fútbol. Dio igual que, cuando ella llegaba – los miércoles a las ocho, siempre puntual – al apartamento que había alquilado para volver a revivir sus veinte años, él le quitase, impaciente, el traje sastre de tonos neutros que costaba más de lo que él ganaba en un mes. Dio igual que sus manos se hubiesen vuelto ásperas y que su cuerpo hubiese ensanchado. Dio igual. Porque veinte años no es nada. Y ellos, allí, seguían teniendo eso, veinte años y todo, todo, era posible. Y si nunca habían necesitado palabras no iban a empezar a hacerlo ahora. Ahora, que seguramente su lenguaje (el verbal) no tuviese nada en común, apenas el idioma. Ahora que, nuevamente, habían redescubierto el otro, el suyo, su lenguaje, su idioma, el que les llevaba a caer nuevamente en el precipicio de las sensaciones que siempre había sido su tierra. La suya. La de ambos. Común. Ahora, veinte años después, volvían a tener veinte. Dos veces veinte. Y sentían, el doble que antes, que tenían toda una vida por delante y que tenían que exprimirla, sin pensar en el mañana.

Hasta que salían a la calle y volvían a ser lo que eran. Personas normales envueltas en un sueño que duraba lo que duraba el tiempo entre sus encuentros. Pero nunca veinte años. Porque veinte años no es nada…

1 comentario:

  1. Genial. Me gusta mucho como que describes la relación de ellos; podría ser, perfectamente, el guión de una película.

    Cortos, historias del día... que no desmerecen los que leemos en las columnas de los periódicos o en los semanales.

    Me ha gustado mucho

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