Cada vez que, estando juntos, se
cerraba la puerta del ascensor, tenía la misma sensación. Ese hormigueo, esa
desazón que iba en aumento hasta que volvían a abrirse las puertas. Siempre que
estaba a su lado se transformaba, pero el ascensor… ¡uf!, ahí era donde
realmente temía perder el control.
Llevaba
así desde que había empezado el curso. Cuando aceptó dar clases en esa escuela
de negocios lo hizo por dos motivos. El primero era simple: porque le gustaba
enseñar, trasmitir todo lo que había ido aprendiendo a lo largo de su vida
profesional. El segundo, no podía negarlo, era por el alimento que la propuesta
supuso para su ego. Su nivel de autoestima nunca había sido muy alto. Si
hubiese un termómetro para medirla, él, a lo largo de su vida, se habría
situado en escenarios de invierno y de otoño, quizá, en contadas ocasiones, en
una tímida primavera; pero la temperatura de su ego nunca había alcanzado zonas
cálidas. Hasta que llegó la propuesta. Y su mujer le abrazó y le dijo aquello
de: ¡qué orgullosa me siento de ti!; y vio la cara de admiración de sus hijos;
y oyó a su madre explicándoselo a las vecinas. Fue entonces cuando se sintió
transportado al verano tropical de la autoconfianza. No le importaba no ganar
demasiado con las clases, apenas una pequeña aportación que redondeaba sus
ingresos. Ésos que obtenía con el trabajo que realmente le gustaba y que nadie
de su entorno sabía definir. Y así, para los demás, pasó a ser más profesor que
Ingeniero, Project Manager de una empresa dedicada a la calidad. ¿Puede haber
algo menos glamuroso?
Pero,
si los motivos que le impulsaron a aceptar las clases estuvieron relacionados
con sus ganas de reconocimiento, lo que le llevaba a ansiar que llegase cada
tarde de martes era otra cosa. Una cosa relacionada con la sensación de
estupidez que tenía ahora, mirándola. Era su compañera. Otra de las profesoras
del centro. No daban clases en el mismo programa. Ella era psicóloga. Y coach.
Ella formaba parte de un mundo que él desconocía y que nunca le había
preocupado.
Llegaban más o
menos a la misma hora. Al principio fue casualidad, pero pronto él, que buscaba
ansioso el coche de ella en el aparcamiento si se retrasaba unos minutos, logró
sincronizar sus horarios de forma consciente para que, cada tarde, las puertas
del ascensor se cerrasen mientras una voz metálica decía “cerrando puertas”, y
él se permitía el placer de devorar esos minutos con ella, junto a ella, casi
sin hablar, oliendo su perfume (el que ya no podía olvidar), mirándola (furtivamente,
nunca de forma demasiado directa), grabando en su recuerdo sus gestos, su risa,
su rostro, su voz.
Imaginaba
situaciones que nunca se darían. Él descubriendo una mirada cómplice en ella,
pasando el brazo por su cintura y atrayéndola hasta besarla. Podía notar sus
labios, sentirlos tal y como se los imaginaba. La suavidad de su boca
entreabierta. El sabor que asociaba al perfume que tenía preso en su memoria.
La presión de su cuerpo en el suyo. Sí, el ascensor era un terreno peligroso.
El desfiladero de su imaginación, por el que se despeñaban sus fantasías, las
que cada martes repetía antes, durante y después del momento enmarcado entre
“cerrando puertas” y “planta tercera. Abriendo puertas”.
“Si
al menos fuesen más plantas. Pero es que así no hay manera de lanzarse. No hay
tiempo”, se decía, intentando justificarse. Sin embargo sabía que, aunque
fuese el Empire State, él no se atrevería. No mientras ella siguiese siendo
así, estupenda, con su atuendo de niña pija evolucionada. Con su corte de pelo
asimétrico, el flequillo cayéndole a un lado. Perfectamente conjuntada. Con
esos tacones imposibles sobre los que conseguía llegar a una altura media. Le
gustaba verla. Verla como era. Inalcanzable. Atractiva. Menuda pero sensual. De
cara infantil en la que empezaban a marcarse las líneas de expresión. Todo en
ella le parecía perfecto, atrayente pero lejano. Hasta su nombre. El nombre por
el que la llamaban, porque el suyo aún no lo sabía: Cuca. El nombre ideal para
la pija típica.
No
podía evitar compararse con ella. Él. El prototipo de científico loco. Con el
pelo demasiado largo y mal cortado. Con las gafas que, de tan viejas, volvían a
estar de moda. Con esa perilla que, para él, era el colmo de la sofisticación.
Nunca llevaba chaqueta. Y menos aún trajes. Nunca hasta que la conoció. Fue
entonces cuando decidió cambiar. Pero, por más que lo intentó no pasó de las
chaquetas de pana y de tweed sobre pantalones chinos. Aspecto de profesor de
Universidad, como mucho, nunca de escuela de negocios. Al verla a ella era aún
más consciente de sus diferencias, de la imposibilidad de que sus fantasías
pasasen a ser realidad. Tampoco podía evitar compararla con su mujer, con Rosa.
Hasta en el nombre era evidente la diferencia entre las dos. Ambas serían más o
menos de la misma edad, de la misma estatura, de la misma complexión. Pero ése
era todo el parecido. En el resto, todo eran diferencias. Rosa tenía el pelo
largo y castaño. La misma melena que cuando se conocieron en el Instituto. Y su
atuendo de chica de barrio era casi también el mismo. Nada que ver con la ropa
de marca de Cuca. Había cambiado tan poco desde que se casaron… ¿cuánto hacía?,
¿diez años? Sí, diez años se cumplirían la semana que viene. Ni Rosa ni él tenían nada que ver con la mujer
que rebosaba sus deseos, viviendo en el trayecto de tres plantas y sótano de un
ascensor.
La
vida podía ser diferente, muy diferente a la que él había estado acostumbrado.
Con su trabajo, su familia, sus investigaciones y sus lecturas. Ahora se
asomaba a otras posibilidades. A estudiantes más preocupados por las notas que
por lo que pudieran aprender. A papeleos, exámenes, presentaciones, a preguntas
inesperadas. A charlas con otros profesores. A Cuca. Sobre todo a Cuca…
Él
no tenía nada que ver con ella, pero a veces… a veces pensaba que era posible,
que algún día, durante el trayecto de tres pisos y sótano, haría realidad sus
imaginaciones. Lo pensaba a veces. Lo pensaba ahora. Ahora, mientras abría un
sobre que le habían dado en recepción. Encontró una tarjeta dentro. De ésas que
ya nadie usaba. Un tarjetón color crema, de cartulina gruesa, con unos trazos
escritos a mano: “Nos vemos el próximo martes en tu despacho, cuando termines
las clases. A veces es bueno esperar para conseguir lo que deseas”. Le tembló la
mano y casi se le cayó la tarjeta. Era ella. Ella. Tenía que ser ella. Cuca le
citaba. ¿Cómo era posible? ¿Había sido, quizá, consciente de sus miradas en el
ascensor? ¿O es que ella misma también tenía su propia historia, su propia
fantasía? Miró a su alrededor, como si alguien pudiese haber adivinado su
nerviosismo, el rubor que, sin quererlo, le cubría la cara. Una cita. Una cita
con Cuca.
Pasó
toda la semana pensando en ella. En qué decirle. En cómo parecer seguro aunque
estuviese a punto de desfallecer. Pensando en invitarla a cenar e inventando
una excusa para ese tiempo de más que necesitaría. A Rosa pareció no importarle
cuando le comentó que el martes llegaría más tarde, que tenía una sesión
adicional con uno de los equipos de estudiantes, para dirigir su proyecto. No
creía que le llevase mucho, pero al menos una hora más sí que tardaría. Ella
hizo un gesto afirmativo con la cabeza y, sin mirarle, siguió leyendo la novela
que la tenía enganchada. Él se quedó pensativo, sintiéndose culpable, más culpable
aún que si Rosa se hubiese enfadado. ¿Por qué le importaba tan poco? ¿Y por qué
él se sentía tan mal por engañarla? Hubiese preferido otra reacción, quizá
preguntas, incluso recelo, pero esa indiferencia no le ayudaba, definitivamente
no.
¿Qué estaba
pensando hacer? ¿Iba, realmente, a mantener algún tipo de relación con Cuca? ¿Y
si no era una relación? ¿Y si era sólo deseo, deseo fuera de la caja de la
mente, deseo real más que sentido? ¿Era peor pensar una y otra vez en los
labios de Cuca, en su pecho, pequeño pero firme, en su lengua recorriendo su
cuerpo, en sus manos, tan suaves…, que besarla de verdad, que comprobar por sí
mismo el tacto de su piel, el sabor de su perfume en su cuello? ¿No estaba, de
algún modo, siendo infiel a Rosa durante todo este tiempo? ¿No era
prácticamente lo mismo desear a Cuca, como la deseaba él, con ansia, con
desesperación, repitiendo las escenas imaginadas una y otra vez, repasando los
momentos no vividos como si de cada detalle dependiese la posibilidad de seguir
respirando? ¿No era eso lo mismo que tenerla junto a él, bajo él, sobre él,
pegada a él, envolviéndole? No podía contestar a esas preguntas. Le
martillearon durante toda la semana, poniéndole nervioso, recordándole
constantemente su cita, con una mezcla de miedo y deseo que no sabía cómo
contener.
Hasta
que llegó el martes. Cuidó su atuendo todo lo que pudo. Tardó en elegir entre
las tres chaquetas que usaba para dar clase. “No me puedo imaginar lo que sería
tener más”, pensó. Y no le fue mejor con los pantalones. Al final decidió
ponerse unos vaqueros. “Me dan un aire más juvenil, como si fuese un alumno”,
se dijo. Y los combinó con la camisa azul lisa (la mejor, la que Rosa le había
regalado por Reyes) y la chaqueta negra de pana. Ésa que de lejos parecía de
terciopelo. Corbatas no tenía más que las dos que usaba con el traje, con el de
las bodas, y ninguna le gustaba. Mejor sin corbata. Con los vaqueros quedaría
raro. Y se puso sus zapatos de cordones, los que le apretaban un poco y siempre
evitaba. Echó una última ojeada a los otros, a sus preferidos, los viejos
zapatos, ya casi sin forma, con los que iba tan cómodo. “Un día es un día”. Se
miró en el espejo. No estaba mal. Mejor que otras veces, pero seguía pareciendo
él. “Bueno, tampoco es cuestión de transformarme. Si ha quedado conmigo será
porque algo le gusto como soy, ¿no?”. Y echándose la colonia que había comprado
al poco de quedarse prendido de la imagen de Cuca (ésa tan cara y que tanto
extrañó a Rosa), se fue.
Cuando
llegó no vio el coche de ella aparcado. No le importó. Ni siquiera intentó dar
una vuelta a la manzana para hacer tiempo y compartir con Cuca ese maravilloso
momento del ascensor en el que imaginaba sus besos. Ya habría tiempo. Tiempo de
no imaginar, sino de sentir. Dio la clase como sin darse cuenta, despistado,
saltándose diapositivas. Los alumnos, sorprendidos, se lo hicieron notar. Él se
disculpó y lo achacó a un supuesto dolor de cabeza. El tiempo parecía no pasar.
Hasta que por fin, llegó la hora.
Fue,
como en un sueño, a su despacho. Sin poner los pies, flotando por los pasillos
del centro. Abrió la puerta y la vio al fondo, de espaldas. El pelo algo más
corto. El rubio más luminoso. “Habrá ido a la peluquería”. Y le envaneció
pensar que ella, que Cuca, se había arreglado especialmente para él. Optó por
no decir nada, por no anunciar su presencia. Ella siguió de espaldas,
entretenida, ojeando uno de sus libros. La miró y se paró más de lo habitual
contemplando sus formas. Le pareció, si acaso, algo más delgada, pero quizá
eran los pantalones, más estrechos de los que solía usar. La blusa – de seda,
como las que llevaba habitualmente – era más larga y los colores del estampado
anticipaban un verano que aún tardaría en llegar. Se acercó y, cuando casi
estaba a punto de volver a oler su perfume, ése que tanto le gustaba, cerró los
ojos y se imaginó la escena que estaba por venir. Él, que enlazaba su cintura
y, pegando su cara en el cuello de ella, la besaba, sin más, sin palabras, como
tantas veces soñó en el ascensor. Abrió los ojos y alargó el brazo hasta
tocarla. Ella se volvió sonriendo. Y la vio. La vio y no pudo creerlo. Le
miraba, contenta, el flequillo rubio, recién cortado, cayendo sobre su rostro
infantil. Su perfume – no el que él esperaba, otro que no reconoció – llenando
el escaso espacio entre ellos. Le besó. Posó sus labios en los de él y sintió
que el contacto era algo distinto al que había imaginado en el ascensor. No
peor. Tampoco mejor. Cuando se separaron, ella le dijo:
-
¿Lo esperabas? –
-
Claro, tonta, lo supe en cuanto vi la nota.-
-
Entonces, ¿te acordabas?, ¿sabías que era hoy? –
Quería darte una sorpresa. Hacer algo distinto.-
Él asintió,
odiándose por su mala memoria. Era hoy. Hoy. Diez años. Hacía diez años de su
boda. Por eso Rosa había querido sorprenderle. Porque era Rosa. La mujer menuda
que estrechaba en sus brazos era Rosa. Rosa con un corte de pelo nuevo, con
ropa distinta. Rosa como si supiese de la existencia de Cuca y hubiese decidido
transformarse. Rosa ocupando la posición de la mujer del ascensor. Volvió a
besarla, ahora ya consciente de que la imagen deseada seguiría siéndolo.
-
¿Y tus alumnos?, ¿tardarán mucho en llegar? – Le
preguntó.
-
¡Qué va! Era mentira.- Le dijo él. Ella le miró
sin comprender.- Me imaginé que tramabas algo y me lo inventé, a ver si me lo
decías. Pero te lo callaste, pillina.- Y volvió a besarla.
-
Entonces… ¿Podemos irnos? –
-
Claro, dijo él. He reservado mesa para dos en un
Restaurante japonés que está a dos calles de aquí y me han dicho que es muy
bueno.- Informó él.
-
¿Japonés?, ¿desde cuándo te gusta la comida
japonesa? –Preguntó Rosa sorprendida.
-
Desde ahora. Hay que probar de todo.- Contestó.
Y salieron del
despacho, abrazados.
-
¿Sabes? – le dijo él.- Me gusta tu nuevo
peinado. ¿Cómo es que te ha dado por cortártelo? Creí que te gustaba el pelo
largo.-
-
Ya estaba harta y pensé “hay que renovarse”.- Y
señaló también su ropa, que en nada se parecía a la que solía llevar.
Ambos se
pararon ante el ascensor, mientras la luz de llamada parpadeaba. Aún no habían
vuelto a hablar cuando se abrieron las puertas y apareció Cuca, en animada
conversación con otra profesora. Él las saludó a las dos y ellas le
respondieron como sin verle, para seguir con su charla.
Entró en el
ascensor con ella. Con Rosa. Y mientras las puertas se cerraban, para llevarles
en el trayecto de tres pisos y sótano que les conduciría al garaje; mientras
oían la frase “cerrando puertas”, él cerró también los ojos y decidió dejar los
recuerdos en su sitio para vivir la realidad que tenía frente él.
Compruebo que no tienes límite, no sé de dónde sacas las ideas, ni el tiempo, sobre todo el tiempo. En fin, que me encanta encontrarme contigo cada lunes en tu blog y que cada vez me sorprendas un poco más.
ResponderEliminarMariví
Me gusta mucho. Sorprendente final y muy bien contado de principio a fin. Narrado con suspense. Uno de tus mejores relatos.
ResponderEliminarMe gusta mucho. Sorprendente final y muy bien contado de principio a fin. Narrado con suspense. Uno de tus mejores relatos.
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