No era raksi sino limoncello, lo
que pasaba de mano en mano, la botella vaciándose y los ánimos cada vez más
llenos. Llenos de vehemencia, de ganas, de razones. Como entonces. Tan
distinto… Veintitrés años habían pasado y todo seguía igual.
Habían cambiado el hotelucho de
Patán por el porche bajo el emparrado de Gabriela. La belleza de los templos,
las stupas, las montañas rodeando el valle de Katmandú, por las iglesias de
Roma; por sus fuentes, sus plazas y los restos arqueológicos diseminados por
aquí y por allá, escondidos tras las vallas en cualquier esquina. Esos restos que surgen
siempre que hay obras en la ciudad y se excava un poquito, como queriendo
recordar que el pasado duerme bajo nuestros pies, pegado a nosotros, evocándonos
lo efímero de nuestra existencia en ese “carpe diem” tan romano.
Ni siquiera ellos eran los
mismos. Eran algunos más y uno menos. Cuando se conocieron, en el vuelo de ida
a Katmandú, Gabriela tenía 26 años, dos menos que Piero, que ya no estaba y los
mismos que Daniel y Jaime. Casi el tiempo que había pasado desde entonces. Unos
pocos años más de los que tenían sus propios hijos.
Sentados junto al hotel en Patán,
hablaban de arreglar el mundo, de lo que había que cambiar, de la corrupción de
los gobernantes, del sistema que llevaba a una injusticia tras otra. Se
quitaban la palabra en español, en italiano, a veces incluso en inglés, ¿qué
más daba? La botella de raksi pasaba también de mano en mano, como ahora la de
limoncello. Sólo que hoy había más manos. Estaban también Marta y Berta. Estaba
Luigi, que miraba a unos y a otros y no lograba entender del todo sus frases,
perdido en la extraña mezcla de idiomas que no conseguía seguir.
Gabriela había organizado el
reencuentro con miedo, casi sin esperanzas de que funcionase. Veintitrés años
son muchos, ¿cómo iban siquiera a reconocerse? Pero fue Enrico, su hijo mayor,
el que la animó a buscarles.
-
¿Por qué no mamá? Ahora con facebook es fácil. Todo el mundo está allí, seguro que ellos
también.-
Y Gabriela se ajustó las gafas
(las de leer, de las que hacía algún tiempo que no podía separarse) y se
decidió a bucear en eso de facebook, que tan raro era para ella.
Empezó a buscar a sus amigos, con los que compartió la experiencia
inolvidable de encaramarse al planeta en aquellos años (unos pocos más de los
que tenía Enrico) en los que todo parecía posible, en los que arreglar el mundo
era una obligación y quedaba tiempo, todo el tiempo para hacerlo.
Años en los que Gabriela no sabía
que su relación con Piero no duraría mucho; ni que, llevada por la fuerza que
la impulsaba a no parar de hablar en las noches de Nepal, se haría miembro de
un sindicato, para acabar luchando contra otras personas de esa misma
organización, en lugar de hacerlo contra el sistema y el capitalismo. Años en
los que no sabía de desencanto y resignación; en los que no hubiera podido
imaginarse que acabaría comprando esa casita tan mona, con jardín y todo, y que
sería realmente una mamma burguesa,
que hacía crostata y pizza al volver del trabajo.
Pero Gabriela seguía pensando que había que salvar al mundo,
aunque el mundo pareciese empeñado en no querer salvarse. Porque, veintitrés
años después, con una crisis económica mundial que amenazaba con zamparse todo:
ideas, políticas, trabajos, ahorros, incluso limoncello y raksi juntos, el
mundo giraba sobre sí mismo cayendo en su propio agujero, como un niño enfadado
que se tapase los oídos ante la regañina de sus padres.
Y, veintitrés años después,
encontró primero a Daniel, que estaba casi igual en la foto de facebook que en las que ella guardaba en su álbum del
viaje (tres carretes de treinta y seis fotos, ahí es nada…) Y no era de
extrañar, porque la foto, la que Daniel había puesto en facebook, era casi de la misma época. Pero Gabriela no lo supo
hasta que ayer le tuvo enfrente. Hasta más bajo le pareció, con lo alto que le
recordaba. Más bajo y, sobre todo, más gordo. Pero el pelo lo tenía igual, tan
oscuro y abundante como siempre. No como el de Jaime, gris y escaso, aunque él
sí que había logrado mantenerse más o menos igual de delgado.
Les vio y no supo muy bien qué
hacer. “Vaya lío en el que me he metido con esto del facebook”, pensó, agarrando fuerte la mano de Luigi, del bueno de
Luigi que, sin conocerles, tanto la había apoyado en esta loca idea.
-
Diles que vengan. Invítales a todos.-
-
¿A todos? – se asustó ella - ¿y dónde les
metemos?
-
Pues en casa, ¿dónde va a ser? Nos apretamos un
poco y ya está.
Y allí estaban, recién llegados al aeropuerto, Daniel junto
a una mujer con aspecto de niña crecida que se niega a aceptar que los años
finalmente pasan. “Debe de ser Marta”, pensó Gabriela. Jaime con una rubia,
Berta, que no se molestaba en disimular sus canas y sus arrugas, que le daban
un aspecto elegante y atemporal. “Debe de estar en los cincuenta”, se dijo Gabriela,
para darse cuenta enseguida de que ella estaba a punto de cumplirlos.
No sabía qué hacer, “¿y qué les digo ahora?”. Pero no hizo
falta nada más porque Daniel se acercó y, pasándole el brazo por la espalda, la
atrajo hacia él y todo se volvió normal. ¿Era eso posible? Con tres personas
que no se conocían y otras tres que no se habían visto en tanto tiempo. Pero lo
fue. Y pasearon por sitios que para Gabriela y Luigi eran muy queridos y que
Daniel, Jaime, Marta y Berta nunca hubieran visto en sus viajes a Roma. Y
comieron y bebieron, como ahora, que la botella de limoncello ya estaba
acabada, pero no la conversación, que había surgido en torno al libro de Pietro
Ingrao, “Indignarsi non basta”, que Gabriela tenía en la estantería.
Y, como entonces, sintieron que había mucho por hacer, pero
ya no sabían si todo sería posible, sentían que seguía siendo una obligación
arreglar el mundo pero, ¿había tiempo para hacerlo? Y la exsindicalista romana
desencantada coincidía con Berta, la jefe de Recursos Humanos española, a la
que sólo hacía unas horas que conocía. Y Luigi (que apenas entendía algunas
palabras en español) se mostraba totalmente de acuerdo con Daniel, que hablaba
tan rápido que ni Jaime lograba comprenderle. Como si no hubieran pasado los
años, hablaban de nuevo de la codicia y de la falta de moral de la clase
política, y de la ceguera de todos, que seguían sin ver que sólo ponían tiritas
en el cuerpo de un enfermo terminal, intentando alargar su agonía, en lugar de
buscar la cura, que no podía basarse en las soluciones pasadas, porque los
problemas eran nuevos, y por eso necesitaban altura de miras, otra visión, que
aún nadie había encontrado.
Y la conversación era tan parecida a la de entonces… Sólo
que ahora se había acabado el limoncello y Enrico y Giani (los hijos de Gabriela y Luigi) se les habían unido y sus argumentos apenas se diferenciaban de los de Daniel o los de
Berta. Jaime, por un momento, creyó verse en ellos, tan jóvenes… Sintió que
sus zapatillas Geox, (que le resultaban ideales para sus pies delicados), se
convertían en las botas de montaña de hace años; que su polo de Pedro del
Hierro era una camiseta azul y que la mochila de ante que había dejado en el
perchero de la entrada era el macuto que arrastró (y que a veces le arrastraba
a él) en su viaje a Nepal. Y cerró los ojos, oyendo a Enrico y se vio allí, con
dos amigos más, arreglando el mundo.
Cuando los abrió, Luigi había traído otra botella de
limoncello y el mundo seguía necesitando un rescate.
Esta situación la vivimos a menudo, nos indignamos, nos indignamos y nos volvemos a indignar... Pero, la culpa parece que siempre es del otro y nosotros no tenemos nada que hacer, ¿o sí tenemos que hacer? seguro que sí, pero ¿El qué? Y vuelta a empezar...
ResponderEliminar