Hoy, de nuevo, voy a dejar una historia inventada surgida de otra real. El fin de semana pasado me sorprendió otra vez con charlas que me evocaron relatos, entre la arena y la sombra del toldo de la playa. Está claro que cuanto más salgo de casa más me inspiro. Tengo pendiente otra historia, pero esa tardará algo más en llegar. Gracias a la protagonista de ésta por cederme algunos de los hilos que me llevaron a tejer este cuento que no es del todo mío...
"La tía Brígida seguía dando la lata
hasta después de muerta. Como el Cid. Y es que siempre había sido una
cascarrabias. Todo un carácter. Y le había tocada a ella, a ella precisamente,
ir a recoger sus cosas. No sabía de qué le servía ser “la mala”, la hermana
crápula, la rebelde, la que nunca acudía a las reuniones familiares, con la que
no se podía contar. Al final, Sara siempre se las apañaba para
librarse de todo. Con su aspecto pulcro e impecable, de niña buena, de madre
joven, que es lo que era y no una divorciada sin hijos como ella.
Sara era el orgullo de la familia.
Siempre lo fue. Formalita. Haciendo justo lo que se esperaba. Sin dar
disgustos. Llegando a todo a su tiempo. Con un expediente académico sin lustre
pero sin mancha. Con ese trabajo tan bueno y tan conveniente. Casada con su
novio de toda la vida, gris y aburrido como ella. Con unos hijos, tres, que
parecían el mismo y parecían también su madre. O su padre. O los dos. Sosos.
Pero, en el fondo, era mucho más lista que ella. Estaba segura. Porque siempre
se libraba de todo. Y quedaba fenomenal.
No como Eugenia, la vergüenza de la
familia. Desde que recordaba. Siempre con problemas en el colegio. Y no por las
notas, no, sino por el comportamiento. A punto de que la expulsasen en varias
ocasiones. Se pasaba más tiempo fuera que dentro de la clase, castigada. De un
novio a otro, que ella nunca los hubiera llamado así, pero a ver cómo se lo
explicaba a su familia, que eso de los rollos
no lo entendían. Sólo novios. Y sólo formales. Imposible con Eugenia. Y con ese
carácter. No se podía contar con ella para nada. No en una familia como la
suya, de misa diaria. Una familia de bien, como las de antes, como Dios manda.
Con el abuelo exfalangista, que combatió en la División Azul – o eso decía,
aunque nunca fue capaz de dar un solo dato que lo confirmase - con las mujeres
rezando el rosario. El rosario que dirigía siempre la tía Brígida. La peor de
todas. La más estirada, la más estricta, la que miraba a Eugenia con gesto
reprobador.
Y ahora estaba allí, en el piso de la
calle Luchana. Ese piso de techos altos y pasillos interminables, exterior,
aunque no se veía la luz más que en algunas de las habitaciones. Con esos
cuartos que no se llamaban de un modo normal, que no tenían los nombres que
había en otras casas, sino que eran el
gabinete, el despacho, el office.
Esa casa, que podría ser bonita, era sin embargo como la tía Brígida, oscura,
estirada. Llena de muebles antiguos pero sin gracia, acumulados con un gusto
discutible, todo muy ordenadito y limpio, eso sí. Impecable. Feo. Como su
familia. Brígida la frígida, la llamaban
las hermanas cuando eran pequeñas. Luego Sara renegó del apodo, pero para
Eugenia siempre fue como un apellido. Le salía solo y a veces tenía que hacer
esfuerzos por recordar que no podía llamarla así en público.
Nunca se habían llevado bien. Y eso
que, para Brígida, la madre de Sara y Eugenia era la preferida de sus sobrinos.
Porque era su tía abuela. La hermana pequeña de su abuela Águeda. Entre ellas había más de diez años de diferencia y siempre habían vivido juntas. La abuela se hizo cargo de
ella cuando quedaron huérfanas, en la guerra. Se la llevó a casa, a esa casa en la que estaba ahora
Eugenia. La que fue de sus abuelos y conservó Brígida cuando ambos murieron.
“Qué vida más triste”, pensó Eugenia.
“No la envidio nada. Siempre sola. Pendiente de todos. De mamá, del tío, de
nosotros…. Era un rollo, pero la pobre no debía de tener muchas cosas para
entretenerse. Quizá por eso estaba tan amargada.”
No sabía por dónde empezar. Abrió el
armario del dormitorio de su tía. Un armario oscuro, de tres cuerpos, tan
sobrio como ella, sin adornos. Los tiradores plateados y sin ningún tipo de motivo.
Tenía aspecto de ser de los años setenta. “Si al menos los muebles fuesen
antiguos, si tuviesen estilo… Podríamos hacer algo con ellos, pero así, así dan
ganas de vender la casa con todo dentro”. Vestidos. Vestidos oscuros, de líneas
rectas. Largos, por debajo de la rodilla. No le costaba verla al mirarlos.
“Como la señorita Rottenmeier”, se dijo. “No hay nada
aprovechable.” Pasó la mano por la ropa. “Los cojo todos y los llevo al
contenedor.” Y los fue descolgando de las perchas y dejándolos en una bolsa
grande que había llevado. Cuando estaba a punto de terminar vio una caja en un
estante. Una caja que le sonaba. Era de latón y estaba decorada con dibujos de
colores. No recordaba bien, pero creía que era de Cola-Cao, antigua, de cuando
ella era pequeña. Pensó que encontraría hilos dentro, que era la caja de la
costura, pero cuando la abrió vio cartas. Cartas y fotos.
“Vaya, esto promete”. La cogió y se
sentó en la cama, dispuesta a entrar en la vida de Brígida, de la correcta
Brígida. No sabía por dónde empezar. Y no es que tuviera escrúpulos, no, que a
ella eso de la intimidad cuando se trataba de la gruñona de su tía, no le daba
ningún reparo. “Empezaré por el principio, ¡qué tontería!” y cogió la primera
carta del montón. Tenía aspecto de ser antigua, con los bordes amarillentos y
la letra del sobre desigual. Eugenia no sabía qué esperaba encontrar, pero
desde luego no lo que leyó.
La carta tenía fecha de 1941, de
agosto de 1941. Estaba escrita desde Toulouse. “¿Quién escribiría a la tía
desde Francia?” Comenzó a leer con dificultad, la letra no ayudaba mucho. A
medida que iba avanzando, su gesto de asombro se hizo más y más grande. “Es un
hombre. Un hombre que escribía a la tía”. Un hombre que le dedicaba frases
cariñosa, tan cariñosas que nunca hubiese imaginado que alguien se las pudiese
decir a la estirada de su tía. Le contaba que estaba bien. Que no se
preocupase. Que había conseguido pasar a Francia y que se ganaba la vida. Que
no la olvidaba, pero que por ahora no podían encontrarse. Le preguntaba por la niña. ¿La niña?, ¿a qué
niña se refería? Eugenia tuvo un
presentimiento. Pero no podía ser. Su tía era soltera, soltera de toda la vida.
Solterona. Y por supuesto, no tenía hijos. ¿Cómo iba a tenerlos ella, una mujer
religiosa, defensora a ultranza de la moral cristiana y del sagrado sacramento
del matrimonio? No, el hombre de la carta – un tal Francisco – no podía ser el
amante de su tía. ¿O sí? La verdad era que, por muy estricta que fuese, la mujer
podría haber tenido algún novio, ¿por qué no? Toda su vida no habría sido una
vieja solterona. Eugenia no la recordaba de otro modo que no fuese con sus
vestidos oscuros y su moño tenso, con el gesto agrio y dispuesta a saltar por
cualquier cosa. Pero Brígida tenía que haber sido joven en algún momento,
aunque Eugenia no pudiese ni imaginársela.
Revolvió los papeles de la caja y
encontró una foto. Una vieja foto sepia
con los bordes doblados. En ella un hombre y una mujer, apenas dos muchachos,
sonreían a la cámara, el brazo de él pasando por encima del hombro de ella. Le
costó reconocer a la tía Brígida en esa joven alegre, con dos trenzas recogidas
en la parte superior de la cabeza, vestida con ropas claras y estampadas. No se
podía saber bien de qué color porque el blanco y negro de la foto no dejaba
adivinarlo, pero claras en definitiva, lejos de los tonos marrones y grises que
habían llenado su vida. La vida que Eugenia recodaba.
“La tía Brígida tenía un pasado”, se
dijo,” un pasado en el que, al menos, sonrió. Quizá no le duró mucho a la
pobre, no le debió de durar, porque en la parte de atrás de la foto figura el
año 1939 y la carta está fechada dos años después”. Se le fue. Se le fue
Francisco, quienquiera que fuese. Ese chico moreno de mirada penetrante que
sonreía, con ella, a la cámara y que le sonreía también a Brígida a través de
las letras de su carta. La llamaba “Brigi”. Nunca se imaginó que el nombre de
su tía se pudiese abreviar. No le pegaba. ¿Cómo se lo diría él?, ¿se lo
susurraría, con esa sonrisa de la foto, acercando su cara al oído de ella? La
tía Brígida tuvo un novio que la llamaba Brigi,
que la abrazaba y la hizo reír. Todo un descubrimiento. Pero las fechas
y la carta no parecían querer decir nada bueno. Se separaron. Por algo se separaron.
Supuso que por la Guerra Civil. ¿Cuántos años tenía entonces su tía?, ¿cuántos
años tenía la niña crecida de la foto?, ¿quince, dieciséis? La abuela Águeda y
ella se llevaban diez años. “A ver, vamos a pensar”, se dijo Eugenia, “no me
acuerdo cuándo nació la abuela, pero ella siempre decía que en el glorioso año de la victoria tenía
veinticinco. Veinticinco. Entonces tía Brígida, en 1939, tenía quince. Miró otra
vez la foto. Una niña. Era una niña alegre como ya nunca lo fue.
Estaba intrigada. Había un montón de
cartas. Las ojeó. Casi todas tenían la misma letra que iba cambiando a medida
que avanzaba en el montón. Hasta que llegó a la última. La última era distinta.
El sobre más blanco. La escritura redondeada. Hasta la tinta del bolígrafo era diferente:
negra. La abrió. “Siempre he sido un poco impaciente, y leerme todo el fajo de
cartas puede ser muy largo”, se dijo, “haré como con los libros, me leeré
directamente el final”.
Sacó el papel. También venía de
Toulouse, pero la carta estaba fechada más tarde. Bastante más tarde. En 2010.
Hacía solo dos años. El estilo era completamente distinto, menos cariñoso, más
actual. Alguien (aún no sabía quién, no había llegado al final y no había
reparado en el remite) informaba a Brígida de que su abuelo había muerto.
Eugenia tardó un poco en comprender que se trataba del abuelo de la persona que
escribía. Su abuelo Francisco. ¡Francisco! Seguro que era el mismo Francisco de
la otra carta. Cogió de nuevo el sobre. No, las direcciones no coincidían, pero
eso daba igual, no era necesario que el nieto viviese en la misma casa del
abuelo. Estaba claro que se trataba de la misma persona, pero ¿por qué
informaban a la tía Brígida? Siguió leyendo. Le contaba que en su casa siempre
habían sabido de su existencia y de la de Toñi. Eugenia tardó un tiempo en
reaccionar. Toñi. No podía referirse… No, no podía ser. En su familia sólo
había una persona que pudiera responder a ese nombre, aunque no recordaba que
hubiese utilizado nunca semejante diminutivo. Era Antonia. Marian para todos.
La madre de Eugenia. ¿Qué tenía que ver su madre con ese tal Francisco, que
había muerto dos años atrás en Toulouse y con su nieto? ¿Por qué sabían de su
existencia, como sabían de la tía Brígida? Recordó la fecha de nacimiento de su
madre. 1940. Al poco de terminar la guerra. Un año después de la foto de
bordes rotos y arrugados. Cuando la tía Brígida tendría, ¿cuántos?, ¿dieciséis?
Y la abuela Águeda diez más, veintiséis, dos menos que el abuelo, que por aquel
momento se disponía a partir para luchar en la División Azul. Dejaba en casa a
su mujer, a sus dos hijos, Andrés y Marian y a su cuñada, a la que habían
recogido poco después de morir sus padres. ¿O no? A Eugenia nunca le habían
cuadrado las fechas, las fechas en las que el abuelo vino del frente para
partir poco después con la División Azul. Las fechas que separaban los
nacimientos de los dos hermanos, tan seguidos… “Ya ves, hija, tu madre, que se
adelantó y fue prematura. Y en esos momentos. Lo que costó sacarla adelante”,
se quejaba su abuela. Prematura. Sólo diez meses de diferencia con su hermano.
Muy poco tiempo. Nunca había conocido a dos hermanos que hubiesen nacido en el
mismo año, como su madre y su tío, en 1940. Y luego nada, ya no hubo más hijos.
El abuelo (el excombatiente) y la abuela Águeda ya no tuvieron más, sólo dos,
muy seguidos, y ya está. Extraño. Nunca le habían cuadrado las fechas y ahora
se daba cuenta de que siempre había sospechado que había algo raro. Pero esto….
Decidió leer todas las cartas, para ver si se aclaraba el misterio. La tía
Brígida era en realidad su abuela. Y además madre soltera, ¿quién lo iba a
decir?
Pero resultó que no, que esa familia
de misa diaria y moral estricta, no tenía una madre soltera que ocultar, sino
algo distinto, quizá peor para ellos, porque hicieron todo lo posible para que
nunca se supiese. Tenían una joven roja,
casada por lo civil con un camarada fugado, que parió en la cárcel de Ventas
por negarse a delatarlo. Una joven que, durante años, rezó y rezó el rosario en
el salón de esa casa de techos altos que podía ser tan bonita y que era, sin
embargo, tan ramplona, pidiendo poder reunirse con Francisco; viendo crecer a
su hija a su lado sin contarle la verdad; agradeciendo día a día la caridad de
su hermana y del santurrón de su cuñado; sabiendo que su amor, aún
recordándola, amaba también a otra. A otra con la que vivía y con la que tuvo
hijos. Más de uno. Tres en realidad. Tres hijos franceses, hermanos de su
sobrina, que era su hija y no lo sabía y se empeñaba en ser Marian cuando era
Toñi, su pequeña, igualita que su padre, con ese gesto que la delataba y sacaba
de quicio a su cuñado Juan.
La tía Brígida, que era su abuela y
vivió amargada. Que tuvo, quizá, un año o dos de momentos felices, como los de
la sonrisa de la foto y luego nada. La que vio crecer a Eugenia, tan distinta, tan igual a ella misma
que le daba miedo.
Revolvió entre las cartas buscando
algo más, algún otro recuerdo de un pasado que nunca se imaginó. Encontró otra
foto, más moderna, pero también arrugada en los bordes. Ésta en color. Eugenia no
recordaba haberla visto. Y sin embargo era ella. Ella misma, el día de su
comunión, posando con gesto de fastidio al lado de la tía Brígida, tan estirada
como siempre, con el pelo recogido en un moño y el vestido abotonado hasta el
cuello. Pero había algo raro, algo por lo que Eugenia sabía que no había visto
nunca la foto. Porque en la imagen, Brígida no miraba a la cámara, con el gesto
desabrido y los ojos altivos que siempre tenía, sino que la miraba a ella, a la
niña de comunión, con el vestido blanco recién planchado, tan incómodo. La
miraba y tenía la misma sonrisa que Eugenia nunca le había visto y que la había
sorprendido desde la foto sepia en la que, abrazada a un joven moreno que había
resultado ser su abuelo, no podía ni imaginarse la vida que la estaba
esperando.
Eugenia cerró la caja y la dejó en el
armario. Se preguntó si su madre sabría algo de todo esto. Cogió la bolsa con
los vestidos y bajó en el ascensor, dispuesta a tirarlos al contenedor. Decidió
que no era posible, que su madre nunca lo habría aceptado. Ser ella misma la
hija de una pareja casada por lo civil, con lo bruta que se había puesto cuando
Eugenia anunció que no se casaba por la Iglesia. “Eso ni es una boda ni es nada”,
le dijo y Eugenia, al final, cedió. Ser la hija de una pareja de rojos, ella, que pensaba que el PP era
casi de izquierdas. No, su madre no lo sabía. Y no tenía por qué enterarse. Así
era mejor. Sería su secreto. El secreto que fue de Brígida y que ahora era de
Eugenia. El que la reconciliaba con su vida y la hacía ser normal a pesar de su
familia. Porque sus abuelos no eran sus abuelos y, aunque su madre y su padre -
el Coronel retirado - sí lo eran, ella había salido - ¿quién lo iba a decir? –
al abuelo Francisco y a la abuela Brígida, y por eso no había sido nunca capaz
de adaptarse a las normas, a esas normas que no eran las suyas y que ahora, por
fin, veía tan lejos.
Acercó la bolsa llena de vestidos
oscuros al contenedor de ropa y le pareció que Brígida, dondequiera que estuviese,
aprobaba su decisión".
¡Qué culebrón! Entretenidísimo hasta el final.
ResponderEliminarVirginia
Me parece un relato fantástico, merecedor de ampliarlo a una novela. Historias de gente que las tuvo que pasar francamente mal durante y después de la guerra civil. Historias de amor rotas, acabadas antes de empezar y nunca finalizadas a la vez. Un esfuerzo, y conviértela en una gran novela. Material y cualidades te acompañan.
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