Como cada día, le llevó la taza,
con el caldo caliente. Se sentó al lado de la cama y le incorporó.
-
A comer.- Le dijo. Él la miró. Con esa cara
inexpresiva que tenía desde hacía algunos meses. “No se entera de nada”, pensó
ella. Pero sabía que había veces que no era así. En ocasiones, su mirada vacía
cambiaba. Cambiaba y se quedaba fija en la suya, muy, muy fija. “Entonces me da
miedo “, se dijo. Pero ahora no.
-
Pobre María – decían en el pueblo.- Es que eso
ni es vida ni es nada. Primero cuidando a sus padres, y ahora al marido. Y los
hijos sin echarle una mano. Sin aparecer por aquí, que aunque vivan en Madrid,
bien que podrían pasarse para ayudarla de vez en cuando.-
Pero a María no la ayudaba nadie.
Nunca la habían ayudado. Estaba acostumbrada. Ésa había sido su vida.
Dio de comer a Antonio mientras
pensaba en sus cosas: poner la lavadora, sacudir las alfombras, repasar la
lista de la compra… Le miró. “Quién te ha visto y quién te ve”, pensó, pero no
dijo nada. Le recordó como era años atrás: alto, serio, con ese porte como
sacado de una película. Le miró ahora: consumido, sin poder hablar, en la cama,
necesitándola a ella para comer, para moverse, para lavarle… Para todo. Que
hasta le cambiaba el pañal, como hiciera con sus hijos cuando eran pequeños. “Pero ahora es distinto, dónde va a parar. Es
distinto porque antes no eran como ahora, de usar y tirar, y con los críos
estabas todo el día lavando. Y es distinto porque no vas a comparar a un viejo
con un niño. Ni color…”
Recogió la taza y la cuchara, las
metió en el lavavajillas y puso agua en un vaso. Se acercó nuevamente a la cama
con las pastillas. Cuando fue a dárselas, a Antonio le cambió la mirada y
casi se le caen al suelo, del susto.
Pero no duró más que segundos, y volvió a quedarse con los ojos perdidos en la
contemplación de algo que no estaba allí. La expresión abandonó su rostro y fue
nuevamente el Antonio enfermo que la necesitaba, el que era desde que tuvo el
derrame. Por si acaso, María siguió sin
hablarle. Entró y salió de la casa a medida que los recados se lo iban
demandando. Entró y salió de la habitación para asear a Antonio, para darle la
merienda, para arreglarle la cama… Hasta que llegó la noche.
Siempre pasaba igual. Hasta que
no se hacía de noche no se atrevía. No sabía explicar por qué, pero de día era
como si viviese otra vida, la de siempre, la de la María abnegada, primero madre, luego hija y ahora esposa atenta a
todo lo que necesitasen aquellos a los que cuidaba. Ésa había sido su vida. De
un puré a otro, de un baño al siguiente, preocupada de que todo estuviese bien,
atenta a la menor necesidad de los que la requerían.
Por la noche era distinto. Por la
noche se abría la compuerta de los recuerdos y salían los fantasmas. Era
entonces cuando daba a Antonio la última dosis de sus medicinas, cuando se
sentaba a su lado y le hablaba.
-
Quién te ha visto y quién te ve.- Así solía
empezar.- Con lo que tú has sido, y ahora ahí, un pelele que necesita de mí
para todo. Si yo no estuviera, ¿qué sería de ti? – y sentía un regusto a victoria
según iba desgranando sus palabras. Aunque sabía que, seguramente, Antonio no
entendía nada, que él, con su mirada perdida,
perseguía, quizá también, los mismos fantasmas que conjuraba su mujer
frente a la cama.
-
Pero a cada cerdo le llega su San Martín. Y aquí está el tuyo. Y yo me ocupo. Me ocupo
de que no te falte de nada. De nada. Que tengas todo lo necesario para penar por lo
que has hecho.- Y mientras se lo decía, sacaba las pastillas del bote y las
colocaba alineadas en la bandeja, para ir dándoselas a Antonio.
Fue por casualidad. No es que
ella no lo hubiese pensado, que muchas veces se le vino a la cabeza. Pero
no sabía cómo. Ganas siempre tuvo, pero
era el modo el que se le escapaba. Hasta que, meses después del derrame
cerebral de Antonio, vino su hijo mayor,
Esteban, con la niña, que se llamaba María, como ella, y estaba
estudiando medicina. Tan guapa y tan lista como siempre. La mayor de las
nietas. Y cariñosa, que aunque apenas la veía una o dos veces al año, cuando
venía, bien maja que era. Y no paraba de hablar, que en eso no sabían a quién
salía, que en la casa nunca fueron
parlanchines. Ninguno. Si acaso, Miguel, el pequeño, pero tampoco tanto.
No como María.
-
Abuela.- le dijo- ten cuidado con las
medicinas.-
-
Pues claro, hija, ¿qué crees, que soy tonta?
Vieja sí, pero tonta no estoy todavía.- Le contestó ella.
-
No, si no digo que estés tonta.- Rió la niña.-
Digo, que a ver si te vas a hacer un lío, que con todo lo que tenéis que tomar
cada uno, tienes una farmacia en casa. Y que he estado mirando las pastillas
del abuelo, esas de ahí, las rojas, y como un día te confundas y te las tomes
tú, tenemos un disgusto.-
-
¿Y eso? – preguntó María, interesada.
-
Porque cada uno tenéis una cosa. Y para ti, las
medicinas del abuelo son una bomba. Te vas para el otro barrio en un pis-pas,
como te las tomes.- La niña no quería aburrir a la abuela con tecnicismos,
pero se la veía preocupada.
-
Hija, pues vaya jaleo. Pero no tengas cuidado,
que yo de la cabeza estoy muy bien, y no me confundo.- Se quedó pensativa. Al
rato, preguntó.- ¿Y qué pasa si me equivoco al contrario.-
-
¿Cómo al contrario? –
-
Sí, ¿qué pasa si le doy al abuelo mis
pastillas?-
-
Bueno, no es lo mejor, no, pero no sería tan
preocupante como al revés. Si le das al abuelo tus pastillas, le vendrían mal,
pero sólo le harían daño de verdad si la dosis fuera continuada. Es decir, si
te equivocases siempre. Entonces, podríamos decir, que se iría envenenando poco
a poco.-
Esas palabras se le quedaron
grabadas: “se iría envenenando poco a poco”. Al principio venían a su cabeza
constantemente, pero enseguida las desechaba. Hasta que se dio cuenta de que la
caja de pastillas traía cuarenta y cinco unidades. Si apartaba quince e iba al
médico una vez al mes, a que se las recetase con el resto de los medicamentos,
podía ir juntando un buen montón. Y eso hizo. Fue acumulando pastillas
lentamente, hasta que la cantidad le pareció adecuada. Y entonces, sólo
entonces, decidió que, por las noches, Antonio se tomaría una pastilla de más,
la de ella, en una prescripción que, sin saberlo, había sugerido su nieta, la
que algún día sería la primera médica de la familia.
Por eso, por las noches, se
sentaba junto a Antonio y, después de darle las pastillas, le hablaba:
-
Bien ganado te lo tienes. Y más te mereces. Por
lo que me has hecho. Por lo que me hacías una noche sí y otra también, cuando
en vez de a ti, cuidaba a nuestros hijos, y tú llegabas y, si habías bebido, y
a veces incluso sin haberlo hecho, me dabas, así porque sí, porque te venía en
gana, o porque te miraba mal, o porque te parecía que no había contestado
correctamente. Me pegabas hasta que te cansabas. Y yo me callaba porque no me
quedaba otra. Porque en aquellos tiempos, y aquí, no podía hacer nada. Mi
familia lo sabía. Y los vecinos. Todos lo sabían y todos miraban para otro
lado. Eso era cosa nuestra, decían, no había que meterse en las cosas de cada
casa. Pues como cosa mía que era lo aguanté, aunque bien sabe Dios que una y
mil veces te hubiera matado si hubiera tenido con qué. Y ahora estás aquí,
inválido, necesitándome para todo. Mirándome con esa cara que… Y te mataría. Te
ahogaría con mis propias manos por todo lo que me hiciste… Pero no, no lo hago,
yo te cuido, te lavo, te doy de comer, te arreglo la cama, te muevo para que no
se te hagan heridas… Y te doy tu medicina. Toma, anda, abre la boca, y trágate
la pastilla. Tendrás queja, que hasta te doy una pastillita de más. Para
cuidarte. Para cuidar de que de verdad te llegue tu San Martín. Como buen cerdo
que eres y fuiste siempre.-
Y fuera, en el pueblo, todos los
días, seguían comentando:
-
Pobre María, tiene el cielo ganado.-
“El cielo…”, se reía ella para
sus adentros, “si hubiese cielo, o justicia divina, o lo que quiera que sea, no
hubiera pasado lo que me pasó a mí, ni dejaría Dios que siguiese pasando a otras. El cielo para el que lo quiera, que yo
me ocupo de que Antonio vaya derechito a la tumba, que para cielos o infiernos
ya habrá tiempo.” Y saludaba con la cabeza a los vecinos que se encontraba, sin
olvidarse de pasar cada mes por el médico para que le recetase las pastillas,
con la voz de su nieta repitiéndose en su recuerdo:
“Se iría envenenando poco a poco”.
“El cielo… “. Repetía nuevamente para sí, “el
cielo está lejos y estoy harta de esperar. Bastante llevo ya encima. Ahora…
ahora me toca a mí”.
¡Que profundo! ¡que sentimental! Pobre Maria
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