" José Manuel Suárez era un hombre normal. Cuarenta y dos años, casado, con dos hijos. Si muriese hoy mismo, todo el mundo diría de él eso de “siempre se van los buenos”, “es que no somos nadie”, y demás frases hechas que se utilizan en estos casos. Su viuda lloraría, sus hijos también. Su padre, su hermana, toda su familia. Sus compañeros de trabajo le echarían de menos y comentarían “la verdad es que era gracioso el cabrón, y trabajador, ¿eh?.” Pero nada más. Era un hombre normal. Con un trabajo normal. Con una vida normal. No había sorpresas. Su historia podría haberse escrito incluso antes de que él naciera, en el seno de una familia de clase media, en un barrio de clase media, en el que estudió (con resultados bastante medios) hasta COU y donde conoció a una chica, con la que se casó y tuvo dos hijos, la parejita.
Todo normal. Una
vida normal. Un hombre normal. Ni demasiado alto, ni demasiado bajo (quizá un
poco por debajo de la media actual, pero es que en su época la media era más
baja). Aficionado al fútbol, del Atlético, como su padre y como toda su
familia, iba al campo siempre que el equipo jugaba en casa. Era su pasatiempo,
su hobby como decían ahora. Su otro hobby era quedar con los amigos. Antes
jugaban al fútbol los sábados por la mañana, y luego se tomaban unas cañitas en
el barrio. Pero los años habían ido pasando y la forma física se fue con ellos.
Algunos vivían fuera del barrio, y venir todos los sábados era demasiado
follón. Al final, los cuatro que quedaban en los alrededores se seguían viendo,
ya sin fútbol, y ahora con las familias, y pasaban un buen rato recordando
anécdotas y hablando de sus cosas. Los hombres juntos, claro, que para eso eran
amigos de toda la vida. Y las mujeres juntas también, porque se conocían desde
que habían empezado a salir con ellos, todas eran del barrio, y tenían muchas
cosas en común. O al menos eso era lo que creía él. Pero su mujer no opinaba lo
mismo. Su mujer estaba harta de las cañitas de los sábados, y de que siempre se
sentasen juntos los amigotes, y la dejasen a ella hablando de niños, recetas,
trapos y programas del corazón. No lo soportaba. Y no es que prefiriese hablar
de fútbol, ni muchísimo menos, ni que le cayesen mal las mujeres de sus amigos.
Es que no le gustaba ese extraño comportamiento que le recordaba a las
costumbres atávicas del pueblo de sus padres. Su mujer, Marta, siempre se
quejaba de eso. De eso y de otras cosas. La verdad es que era un poco pesada,
con esos aires. ¿Qué se habría creído? Ella también era del barrio. También
había vivido allí toda su vida. Y cuando le conoció ya sabía como era. Además,
no era la única que tenía una carrera universitaria. Pilar también había ido a la Universidad. Había
hecho Políticas, o Psicología, o Historia. Vete a saber. Había hecho algo. Y
Pedro y Fede habían estudiado Derecho, como Marta. Y no era tan pedantes, ni
tan altivos como ella. Eran personas normales, contentos de hacer una vida
normal, con una familia normal, un trabajo normal, unos hijos normales, y un
barrio normal. Pero Marta... Marta parecía que nunca estaba contenta con nada.
José Manuel creía que todo lo hacía porque le gustaba tocarle los cojones y no
dejarle disfrutar de sus amigos y sus aficiones. Pero tampoco tenía ninguna
otra queja de Marta. Hacía su trabajo, cuidaba a los niños, llevaba bien la
casa. Al fin y al cabo eran una familia normal.
Pero, a pesar de
todo, José Manuel sabía que Marta era una mujer especial. Brillante en el
Instituto, su media no bajó en la Universidad. Su gran capacidad presagiaba un
futuro lleno de éxitos, y durante el último curso, recibió dos ofertas para
quedarse en la facultad, como profesora. Era verdad que, si quería ser
realmente profesora de la
Universidad (en ese momento de la única, la pública) debía
opositar, pero siempre podía empezar de la mano de cualquiera de las eminencias
que le habían dado clase y habían descubierto en ella esa rara habilidad que
consistía en que las cosas adquirían sentido y se ordenaban en su mente según
reglas imposibles de reconocer para los demás. Marta no era especialmente
estudiosa. Era simplemente inteligente.
Pero no fue muy
lista al rechazar esas ofertas y empeñarse en opositar al Cuerpo Superior de la Administración.
Ése no era su fuerte. Memorizar, repetir, ésas no eran sus habilidades. Nunca
las había entrenado. No le había hecho falta. Pero, en esta ocasión, no podía
enfrentase a ese tipo de exámenes confiando en su don. Su don, para las
oposiciones, no servía para nada. Tardó tres años en darse cuenta. Tres años en
los que las verdades sobre las que había
construido su autoestima se fueron desvaneciendo de la manera más cruel. Tres
años en los que decidió que en el futuro ocultaría a todo el mundo que ella,
Marta, no era una mujer normal.
Pero a pesar de sus
esfuerzos, muchas cosas la traicionaban. Porque ella no sólo era
inteligentemente anormal (si es que algo así existía), sino que era una persona
tremendamente atractiva. Pero lo cierto es que el suyo no era un atractivo
común, y por eso, creyó que podría ocultarlo.
Marta no era alta.
Tampoco baja. Medía un metro sesenta y dos centímetros. Tenía el pelo castaño,
como los ojos. No era ni gorda ni flaca. Desde los veinte años, pesaba unos cincuenta y cinco
kilos. Unas veces más y otras menos. Nada extraño.
Pero Marta no estaba
hecha para la vista. Su atractivo radicaba en el resto de los sentidos. En el
tacto: su cuerpo, arcilla y arena, se moldeaba bajo los dedos que dibujaban su
contorno, que hacían y rehacían su forma, reinventándose, naciendo y haciendo
nacer el deseo. Su recuerdo pervivía en la piel del otro, como si hubiese
pasado a formar parte de su naturaleza.
También estaba hecha
para el olfato, porque desprendía una extraña mezcla de compuestos químicos que
alteraba la percepción de la persona que se encontrase a su lado. Había leído
mucho sobre ese extraño fenómeno, sobre las feromonas, pero no era realmente
consciente de cómo funcionaba, de cómo ese aroma a canela y piel mojada se
adueñaba de la llave de los sentidos y la hacía tan y tan irresistible.
Y sobre todo, Marta
estaba hecha para el gusto, para saborear cada milímetro de esa piel, arcilla,
canela y miel, que se ofrecía y se negaba, que se descubría en cada sorbo, en
cada caricia, en cada juego de adivinación que dejaba la puerta abierta de las
sensaciones.
Por todo eso, Marta
no era normal. José Manuel lo sabía mejor que nadie y no podía soportar sus
quejas y su aire de perdonavidas cuando hablaba de sus amigos. Porque, en el
fondo, a José Manuel, a pesar de saber que tenía a su lado el mejor regalo que
nadie pudiese desear, le hubiese gustado que Marta, como él, fuese normal.
José Manuel estaba
celoso. Es más, José Manuel vivía celoso. Se sentía irremediablemente atraído
por Marta. Necesitaba estar con ella. La quería. Todos sus pensamientos giraban
en torno a ella. Pero no podía evitar sentirse poca cosa a su lado. Sabía que
ella entendería rápidamente cualquier trama enrevesada de las películas o los
libros. Que sabría, antes que él, qué estaban preguntando los niños, o qué
difícil verdad se escondía en el gesto cómplice de los actores de su serie
favorita. Que entendería las complicaciones sin sentido de las páginas salmón
del periódico de los domingos. También sabía que ella intentaría no hacerlo muy
evidente, y que tardaría un poco en responder a los niños, en desvelar la clave
de la peli. Y eso le ponía aún más
nervioso. Sí, era lista , ¿y qué?, ¿de qué le había servido? No había
conseguido burlar a su suerte, no había conseguido reescribir la historia que
cualquiera esperaba de una chica de barrio de clase media como ella.
Pero, lo que más le
atormentaba era lo otro. Lo que más le atormentaba era descubrir en cada uno de
sus movimientos esa sensualidad inexplicable, percibir en su voz una promesa
que sólo él sabía excesiva para cualquier mortal. Estaba orgulloso de que fuera
su mujer, pero al mismo tiempo, tenía tanto miedo.... Ni la ropa barata,
comprada en grandes superficies, ni el corte de pelo cómodo pero nada
favorecedor, ni el hecho de que nunca fuese maquillada, nada, nada era bastante
para ocultar el tarro de los sentidos que siempre parecía estar a punto de
abrirse...
José
Manuel vivía celoso. Y vivía intentando ocultar al mundo esos celos. Pero había
una persona a la que no había conseguido ocultárselos. A Isabel. Isabel supo
desde el primer momento que ese chico no era para Marta. Y se lo dijo. Y no se
cansó de repetírselo. Aún después de que se casasen, Isabel siguió insistiendo
en que José Manuel no le convenía. Ese tema había llegado a convertirse en un
juego perverso entre ellos, porque Isabel lo repetía cada vez que le veía. Y
disfrutaba. Se notaba. Esa zorra disfrutaba humillándole."
Uys... me he quedado con ganas de más. Sólo una observación; me suena muy mal "casasen" ¿no sería mejor -aún después de que se casaran?
ResponderEliminarPor favor, infórmame de como conseguir tu novela.
Un saludo.
Gracias, Susana. Por ahora ninguna de mis novelas está publicada. Mi intención es ir dejando partes de "la culpa" en el blog.
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