Pero hay cosas que no nos gustaría compartir con nadie....
“No tenía nada. Y a pesar de ello sentía que era capaz de
todo. Capaz de llegar adonde quisiera. Capaz de lo mejor y de lo peor. De cosas
que costaba imaginar. Así, como era, un hombre normal, sin nada destacable, con
una vida hecha de momentos repetidos que podrían ser siempre el mismo. Atado a
un trabajo que no le gustaba, que le llenaba el día y no podía dejar. Atado a
unos amigos que ya no lo eran, a una familia que hace años fue suya y ahora
apenas reconocía. Atado a una casa que nunca la había gustado, a un coche que
compró para estar a la altura en el garaje de la comunidad y que no le había
dado más que problemas. Atado a él mismo. A la imagen de él que le gustaba
pensar que tenían los demás. A ese “avatar” que ni era azul, ni más alto ni
mejor que él. A ese doble que era él mismo sin serlo. Su vida. La que se había construido siguiendo
las normas y haciendo lo que había que hacer. Lo que se esperaba de él. Una
buena vida. Envidiable. Envidiada. Al menos, eso parecía. Una cárcel. Su
cárcel. Lo tenía todo y sin embargo… Sin embargo no tenía nada.
Y a pesar de ello se sentía capaz de cualquier cosa. Capaz de
hazañas que no podría compartir con nadie. Allí estaban, en su mente. Las vidas
que construía cuando la otra, la de verdad - su cárcel - le daba un respiro.
Las que le hablaban de amores imposibles que, sin embargo, siempre dejaban de
serlo. Las que le llevaban a cometer barbaridades que nunca se atrevería a
compartir con nadie. Allí, en el amplio mundo de su imaginación, cabía todo y
todo le esperaba. Allí era el mayor villano y el salvador de la humanidad. Dependía del día. O
del momento. Era su reducto de libertad. Lo único suyo realmente. No tenía que
compartirlo con nadie. No quería hacerlo. Podía apartar sus principios, dar
rienda suelta a sus instintos violentos, ésos que debía ocultar constantemente
para seguir siendo un ciudadano normal. Abandonarse al deseo en formas que no
se atrevería a proponer, que, por supuesto, nunca había compartido con su mujer.
Ni antes, con las novias, con los ligues (tampoco tantos) que le acompañaron en
su juventud.
En las vidas que habitaban su mente siempre moría el malo. Y
a veces también los buenos, ¿por qué no? Morían de mil formas distintas, casi
siempre violentas. En algunos casos, después de torturas innombrables. La
sangre salpicaba las fronteras de su pensamiento sin compasión. Más aún que en esas
películas que él detestaba. Las que nunca quería ver y
criticaba siempre. Como esos videojuegos que odiaba y que, como decía a quien quisiera escucharle, deberían estar prohibidos. Los que inspiraban
sus obsesiones más ocultas. Las de un hombre tranquilo, pacífico, que fue
objetor cuando aún existía la “mili”, que odiaba las armas y se mareaba sólo
con pensar en la visión de la sangre.
Pero, en el universo de su mente era él quien mandaba. Y allí
todo estaba permitido. No había peligro de que las imágenes que fabricaba en su
cerebro corrompiesen a nadie porque nadie las conocía. Sólo él. Y él sabía que
eran mentira. Lo sabía.
Como sabía que era imposible que alguna vez llevase a cabo
las fantasías que poblaban otra parte de su mente. Fantasías en las que seducía
a las mujeres más hermosas. Y también a otras, más cercanas, y por ello aún más
imposibles. Historias que inventaba y reinventaba, cambiando algunas imágenes,
adaptando momentos, escenas, protagonistas, al estado de ánimo de cada día, al
resultado de la jornada, a lo aburrido o desesperado que se encontrase. En
éstas, las otras películas de su imaginación, el sexo encontraba camino fácil
para redondear las historias. Escenas vividas recientemente o hace años,
servían de referencia para componer los más variados encuentros, siempre con protagonistas imposibles. Otras veces no
había referencia, al menos no real y era toda la fuerza de su mente la que
construía momentos que le sabían más cercanos que la vida que le esperaba fuera
de los límites de su pensamiento.
Su mente, su imaginación, era el lugar donde descansaba su
libertad. Su refugio y su fuerza. Sin ella, sin esas incursiones por la vida
imposible que no quería vivir y que, sin embargo, siempre buscaba, sería
incapaz de seguir adelante. De contenerse ante las broncas de su jefe. De
aguantar las monsergas de su mujer. De comer todos los domingos en casa de sus
suegros. De escuchar siempre las mismas bromas en boca de sus amigos, que
después de la segunda copa, regresaban al limbo feliz de la adolescencia y se
instalaban allí hasta que llegaba la hora de regresar a casa. Sin sus vidas,
las falsas, las que él se construía a voluntad, no sería nadie. Seguiría siendo
el nadie que era. El que él mismo se había empeñado en ser. Seguiría siendo el
hombre normal que todos conocían. Y no el conquistador incansable que con una
mirada conseguía rendir a la vecina del tercero y convertirla (en el mundo de su mente) en una
amante sumisa dispuesta a complacer todos sus caprichos. Seguiría siendo el
hombre conciliador que aguantaba hasta el final en las reuniones de la
comunidad de vecinos, sin discutir con nadie, calladito, en su rincón. Y no el
salvaje desequilibrado que cortaba miembros y reinaba en el repertorio de
torturas digno de la más despiadada de las represiones. El que utilizaba los
métodos de American Pshyco con el
imbécil del departamento de contabilidad.
Él, en el terreno imposible y amoral de su mente, era feliz.
Nunca se le hubiera ocurrido hacer real nada de lo que imaginaba. No, ¡qué va!
Tenía muy claros los límites y las diferencias que separaban ese universo en el
que él reinaba de la vida real. Pero tampoco hubiera osado compartir con nadie
sus más profundos desequilibrios. Ésos que le hacían único y le hacían,
también, despreciable. Hubiera sido como estar desnudo, desprotegido. Sus más
íntimos pensamientos, sus deseos, expuestos ante los demás. Nadie podría entenderlo.
Nadie entendería que él no quería hacer nada de lo que imaginaba. Que sabía
perfectamente que no debía hacerlo. Que eran sólo caminos por los que su
libertad se derramaba, recursos para sobrevivir, puertas que se abrían para
dejar salir lo que sobraba y poder continuar repitiendo cada día las mismas
cosas que le daban sentido a la vida que se había construido y que, a pesar de
todo, quería seguir teniendo.
Por eso, porque era su único reducto de libertad. Porque eran
sus pensamientos, sus sueños, sus deseos más ocultos. Porque era la parte
trasera, el desván de su mente, su otro yo. Por eso no pudo soportar saber que
ella, la persona más cercana, la que, sin saber de su otra vida, compartía la
oficial – ésa que le etiquetaba como un ciudadano normal que jugaba en el
tablero de la realidad - llevaba años escuchando lo que él contaba en sueños,
los retazos del reino amoral que vivía dentro de él y que le daba la fuerza
para sobrevivir. Ella se lo dijo. Y le pidió explicaciones. Quiso saber cómo
podía decir esas cosas. Cómo podía siquiera pensarlas. Cómo podía ser tan
distinto en sueños de lo que era durante el día.
Por eso se sintió ultrajado, humillado, violentado en lo más
profundo de su ser: su imaginación. “Nadie tiene derecho a conocer lo que
pienso”, se dijo, “lo único realmente mío, lo que me pertenece y, en ningún
caso, tengo que compartir con nadie, aquello en lo que soy dueño y señor, es en
mi mente. Lo que pienso, lo que siento, lo que imagino, lo que quiero y lo que
detesto, es lo que me da la libertad. Mis pensamientos son míos y sólo yo
decido si quiero compartirlos y con quién”.
Y mirando a su mujer que, escandalizada, le pedía
explicaciones, decidió hacer suya la imagen que gritaba frente a él y llevarla
al interior de su cerebro para que protagonizase una de las historias de su
mundo imposible. Y esta vez no fue una película erótica la que eligió para
deleitarse, sino una gore, una con
mucha sangre, como la sangre que a él tanto le enfermaba."
Se supone que la mata, ¿no? Espero que, como dicen en la películas, cualquier parecido con la realidad sea pura ficción. No es nadie que conozcamos, ¿verdad?. Este relato me parece distinto a los otros tuyos, es más duro, más fuerte. Los demás se suelen leer con una sonrisa en el rostro; éste sin embargo, no.
ResponderEliminarUn relato más duro de los que escribes habitualmente pero no por eso con menos calidad. Gran relato.
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