Llevo algún tiempo sin escribir por aquí. La última entrada es del 5 de junio, más de diez días. Lo cierto es que he estado bastante ocupada, pero sé que no sirve de excusa.
Desde que no cuento cosas, han pasado algunas:
Espasa ha vuelto a interesarse por una de mis novelas. Esta vez es "La culpa". Estoy pendiente de que el Comité Editorial me diga algo - aunque tengo que reconocer que no guardo muchas esperanzas - pero, por si acaso, he decidido no seguir con la publicación de "La culpa" por entregas en el blog.
En su lugar, empezaré a publicar "Ni patria ni tribu". Aunque ya he dejado algunos trozos de la novela por aquí, ahora lo haré con orden, empezando desde el principio. Como ya he dicho en otras ocasiones, para mí es, de las tres novelas, la más querida. Quizá porque requirió más investigación que ninguna. O porque yo desconocía casi por completo el tema y aprendí mucho escribiéndola. Pero es la que más me gusta. Aún así la han rechazado ya unas cuantas editoriales y tampoco ha conseguido el premio al que la presenté. Es cierto que fui demasiado ambiciosa. El "Fernando Lara" no se suele dar a autores noveles. Y si tengo que hacer caso a Antonio Gómez Rufo, escritor con el que estuve hablando, largo y tendido, en esta última edición de la Feria del Libro, ni ése ni cualquiera que pase de 18.000 euros. La recomendación me llegó un poco tarde: ya había enviado "Arder en la memoria" al premio Círculo de Lectores.
Pero mientras espero y busco otras alternativas, os iré dejando por aquí los relatos que vaya escribiendo y los trozos de "Ni patria ni tribu" necesarios para que vayáis encajando el puzzle de Daniel y María, los protagonistas.
PD: Este año no puede hablar con la AUTORA en la Feria. Había demasiada gente en la fila y yo tenía prisa. Otra vez será. De todas formas tanto Antonio Gómez Rufo como Clara Sánchez, con quienes charlé, fueron encantadores y me ofrecieron su ayuda. No saben lo que han hecho...
NI PATRIA NI TRIBU (1)
"Tenía el rostro inclinado,
dirigiéndose hacia mí. Su rostro masculino, de barbilla cuadrada y cabello
entrecano. Sus ojos fijos en los míos. Más, más cerca. Mirándome casi sin
pestañear, con esos ojos castaños levemente rasgados. Mirándome como queriendo
entrever más allá de lo evidente, saber algo que no estaba a la vista,
desentrañar mis secretos… Acercó su mano. El dedo índice pareció rozar mi
mejilla. Entreabrió los labios, esos labios tan finos que dejaban adivinar unos
dientes demasiado perfectos, demasiado blancos. Siguió acercándose. Oí un
ruido. Le vi mover la boca. Sabía que debería entenderle, pero para mí sus
palabras carecían de sentido. Me estaba hablando. Me decía algo. Lo sabía, pero
nada me decía el sonido que percibía. Ese hombre me estaba hablando. Ese hombre
maduro y, ¿por qué no? atractivo, con el cabello entrecano y los ojos marrones.
Ese hombre de barbilla cuadrada y gesto inteligente me estaba hablando. A mí. Y
no pude entenderle. ¿Le conocía acaso?
Estoy sentado frente al ventanal, en
un restaurante casi vacío. El café (sólo y sin azúcar, como siempre) hace
tiempo que dejó de humear. Dudo si pedir otro o terminarme éste. No me gusta el
café frío. Prefiero que me abrase los labios, que esa sensación, levemente
desagradable, se mezcle con el sabor amargo de la bebida. Extraño placer, pero
placer al fin y al cabo. Me encanta el café. Pero no frío. Pido otro y el camarero
hace un gesto de fastidio. Seguramente estoy retrasando su hora de salida. Al
otro lado del ventanal, llueve. Llueve como podría llover en la que hasta ahora
ha sido mi casa. Llueve con fuerza, gotas verticales que aporrean el suelo.
Extraño. Si me hubieran preguntado un mes atrás hubiera dicho que no, que aquí,
en Alicante, no llovía. Nunca llovía. No como en París, ¡Qué va!, ni mucho
menos. Y hubiera dicho que podía estar tranquilamente tomándome un café,
alargando la sobremesa más allá de las cinco de la tarde.
Pero, mira tú por dónde, llueve. Llueve
y el camarero no deja de mirar el reloj, sin disimulo, es más, intentando que
yo le vea y sea consciente de lo tarde que se está haciendo. Una pareja (los
únicos clientes que quedan, a parte de mí), abandona el local, abrazados bajo
un enorme paraguas. Uno de ésos de jugar al golf. ¿Jugarán ellos al golf? ¡Qué
importa! El camarero me mira ya, directamente, con cara de odio, mientras me
deja la taza en la mesa y me retira la otra, sin terminar.
Si me hubieran preguntado hace un
mes, hubiera dicho que en España nunca llueve, y que se come tarde, muy tarde,
y la sobremesa se puede alargar hasta casi después de las cinco. Pero estoy en
Alicante y la lluvia forma pequeños ríos que bajan por el desnivel de la
terraza del restaurante. Son casi las cinco y un camarero me desea todos los
males del mundo porque quiere cerrar e irse. Le haré un favor. Pido la cuenta e
inmediatamente me la trae y me deja la bandejita en la mesa mientras murmura
algo. Sé que debería entenderle, pero no puedo. Intento pedirle que me repita
la frase, pero no me salen las palabras. Me mira. Parece adivinar… Me hace un
gesto hacia la cuenta. ¿Por qué no le he entendido?, ¿por qué me cuesta hablar?
A pesar de todo es mi lengua materna. ¿No se llama así a la lengua que hablas
en casa, aquélla que aprendes de tu madre? Pues yo, Daniel Simarro Carreño,
nacido en París hace cuarenta y siete años, y residente en esa ciudad hasta
hace dos semanas, siempre he hablado español en casa, la lengua que aprendí de
mi madre. Entonces, ¿por qué no puedo entenderle?
Cuando volví a abrir los ojos ya no
estaba. Él, quienquiera que fuese, ya no estaba. Sólo veía el techo, blanco con
desconchones, y un poco de la pared de enfrente. Nada más. Intenté ampliar mi
campo de visión. Nada. No podía. No podía mover la cabeza. Cerré los ojos. Volví
a abrirlos. Todo seguía igual. Igual el techo. Igual la pared de enfrente y….
nada, nada más. Volví a intentar mover la cabeza. Nada. Las piernas. Nada. Las
manos. Nada. Un pensamiento fue abriéndose camino en mi mente: “estoy viva, o
al menos eso parece. No puedo moverme. No siento nada que me lo impida. Ningún
aparato oprimiéndome. Ninguna persona a mi alrededor… Ningún dolor. Otra vez
esa nada. ¡Oh, no! Estoy… estoy paralizada. O mejor… ¿Estoy paralítica? ¿Y ese
techo?, ¿y esa pared? No es mi casa. No es mi cama. ¿Dónde estoy?” Tenía miedo.
Quería gritar, pero, por más que lo intentaba no lograba emitir ningún sonido.
No podía abrir la boca. Pero…. “No, no, no puede ser. Eso no. Yo abro y cierro
los ojos. Puedo ver. No puedo… no puedo… no puedo estar muerta, ¿no?
Mientras paseo bajo la lluvia por el
puerto (sin paraguas, por supuesto, ¿para que iba a necesitar yo un paraguas en
Alicante?), pienso de nuevo qué hago aquí. Hasta el mes de junio mi vida estaba
clara. Aburrida pero clara. Insatisfactoria pero clara. Gris pero clara. Hasta que todo empezó a complicarse, y se
acabó el aburrimiento, y la insatisfacción, se acabó hasta el tono grisáceo del
cielo de Paris.
Me pasó lo que a tantos otros, mi
empresa, para la que había trabajado durante veinte años, empezó a acumular
pérdidas, unas pérdidas importantes, muy importantes, si lo sabré yo que estaba
en el departamento financiero. Y ocurrió lo que venía ocurriendo en otras
empresas, lo que les pasa siempre a los otros pero no a ti, lo que ves en las
noticias y en los periódicos, eso por lo que todo el mundo protesta y sale a la
calle y a ti, de tanto verlo, de tan conocido, te parece irreal. Pues eso, me
pasó a mí. Me despidieron. Me echaron a la calle. O más fino, tal y como me lo
plantearon: decidieron prescindir de mí. A cambio de una bonita suma de dinero,
no diré que no, pero sin trabajo. A mi edad.
Yo siempre he trabajado. No sé hacer
otra cosa. Quiero decir, que no se me ha dado bien vivir del cuento. Desde que
tengo edad para ello, e incluso antes, siempre me he ganado mi propio dinero,
en parte porque la economía de mis padres no daba para muchas alegrías, pero
también porque siempre he valorado mi independencia y mi capacidad para
conseguir por mí mismo lo que necesito. Repartidor, vendedor, reponedor,
conductor, he tenido muchos oficios, algunos incluso difíciles de nombrar, pero
desde que terminé la carrera siempre había trabajado en lo mismo, en la misma
empresa, en el mismo tipo de trabajo aburrido, insatisfactorio y gris que tan
bien sabía hacer y que me garantizaba mi salario a fin de mes. Con ese salario
pagaba mis gastos, los de un tipo gris, insatisfecho y aburrido que se ha ido
creando poco a poco más y más necesidades innecesarias. Así pagaba la casa (la
hipoteca, porque yo en eso he sido siempre muy español, lo mío es comprar, yo
no soy de alquilar), los gastos corrientes, el agua, la luz, el gas, la comida,
los arreglos de los coches, la gasolina, algo de ropa de vez en cuando y los
extras, que tampoco eran para tirar cohetes: salir a cenar con los amigos una
vez al mes y al cine o al teatro cada quince días. Últimamente había
incorporado a esos gastos corrientes, tan corrientes, el gimnasio, y no porque
yo sea una persona a la que le guste el deporte, no, más bien por todo lo
contrario, porque no me gusta nada, y con los años, he ido añadiendo capas y capas de mí mismo en
determinadas zonas y no me encuentro a gusto con mi aspecto.
Pero cuando, antes de que empezase
realmente el calor del verano, me agradecieron con una carta tipo mis veinte
años de dedicación a la empresa y, en el mismo acto, me alargaron un cheque que
liquidaba (qué buen verbo, cómo acierta definiendo la situación, es que da en
el clavo, oye) mi relación con ella, no supe qué hacer. Sí, apuntarme al paro y
eso, pero luego, luego, ¿qué?
Si no llega a ser por Anette hubiera
estado perdido, menos mal que ella se dio cuenta y no dejó pasar la
oportunidad. Me ayudó, la verdad es que me ayudó mucho. Gracias a ella no tuve
un solo momento para pensar qué hacer. Ella me entretuvo. Al darse cuenta de
que mi vida de estos últimos veinte años había llegado a su fin, debió sentirse
aludida y, como si de un anuncio de IKEA se tratase, redecoró mi vida, vamos
que me dejó, se divorció y en menos de un mes yo ya no tenía casa, ni gastos
corrientes, ni extras, ni siquiera gimnasio. Por no tener, no tenía ni mujer.
Hasta se llevó la mitad de la indemnización. Ella entendió bien el mensaje, se
iniciaba un nuevo camino para mí, una oportunidad en la que dejaba atrás todo
lo que hasta entonces había sido mi vida. Por eso ya nada está claro. Ni es
aburrido, ni insatisfactorio, ni gris. Simplemente, no sé como es. Pero como
antes no, eso sí que no.
La verdad es que no me importó mucho
lo de la casa. Yo me empeñé en comprar, pero ella se empeñó en que fuese en Canal
Saint-Martin, en el distrito 10, en una zona que se conocía como la cuna de los
“quartiers bobos” (bourgeois-bohèmes).
A mí la zona ni me iba ni me venía, pero era París. París, París, quiero decir,
no más vivir en las afueras, en la “banlieue”.
Si me había casado con una francesa tan francesa como Anette, qué menos que
irnos a vivir a una zona como ésta, dentro de la ciudad, cerca del centro. Una
zona de gente como nosotros, profesionales, empleados de clase media alta, interesados
por la cultura y por el medio ambiente, puramente franceses. Como Anette. Como
yo. ¿Cómo yo? ¿Qué era yo? ¿De dónde era? Me había pasado la vida intentando
huir de mis orígenes, renegar de mi familia; de sus paellas y sus cus-cus; de
la casa de mis padres en Evry; de nuestro entorno “multirracial”; del español
que se hablaba en casa; del nombre del que mi madre estaba tan orgullosa y
tanto cabreaba a mi abuelo Juan, “pieds noirs”; del color de mi abuela Fátima
que había pasado a mi piel a través de la de mi padre; de mis apellidos
impronunciables para cualquier francés; renegar de mí y ser más francés que los
franceses.
Por eso busqué a Anette. Por eso y
porque era atractiva, muy atractiva. Tengo que reconocer que más ahora que me
ha dejado que cuando la conocí. Pero atractiva, siempre. Simpática no, ¿ves?,
simpática nunca fue.
-
Qué
estirada es tu novia, hijo.- Me decía mi madre, cuando venía a comer a casa,
antes de casarnos.
-
Tú
no te metas, deja al muchacho.- Terciaba mi padre, conciliador como siempre,
con ese bigote que parecía bailar sobre sus dientes tan blancos como
desiguales.
A mi madre nunca le gustó Anette. A
ella no la encandilaba su metro setenta y cinco y su cuerpo de modelo. Tampoco
sus peinados, siempre a la última, ni su cutis terso y quizá, sí, maquillado en
exceso. A mi madre su ropa cara y sus aires de intelectual le hacían
desconfiar. A lo mejor tenía razón.
Pero lo cierto fue que yo me empeñé
en ella. Me hacía sentir bien pasear a su lado. Escuchar su acento, casi tan
perfecto como el mío; reconocer las miradas furtivas de admiración de los
otros; ver el éxito de mi esfuerzo en afrancesarme al contemplarla.
¿Qué buscaba ella en mí? Nunca podré
estar seguro, pero quizá fue precisamente lo que yo me empeñaba en ocultar: mi
exotismo; la rara mezcla que resulto ser. Un español nacido en París, de padres
oraneses y abuelos españoles (al menos tres de ellos), demasiado alto para ser
argelino (cerca del metro noventa); demasiado oscuro para ser francés;
demasiado sofisticado para ser español.
Fuese lo que fuese no duró y en
menos de dos años ya estaba claro que lo nuestro era un mero acuerdo de
intereses, que ambos manteníamos sin pasión alguna porque a ambos nos convenía.
Por eso lo de la casa no me importó.
No me había gustado nunca, aunque representaba justo lo que yo quería mostrar:
que era francés, más francés que nadie. Pero entre el empeño de Anette por
instalarnos en esa zona y mi empeño en comprar, lo cierto es que la casa era
demasiado cara y demasiado pequeña, por lo que, en cuanto propuso quedarse con
ella y con la hipoteca y renunciar a cierta cantidad del dinero común, accedí
sin dudarlo.
Tampoco me importó mucho lo de
Anette. En el fondo me alegré. Al menos me alegré de no haber tenido hijos. Eso
que tanto preocupaba a mi madre, que se veía ya mayor y sin nietos a los que
cuidar, malcriar y hacer jerseys. Yo pensé en ello al principio, pero Anette
tenía claro que no era el momento. Y ya nunca lo fue. Tampoco para mí, que no
tenía la culpa de ser hijo único y de que todas las esperanzas de mi madre para
ser abuela estuviesen obligatoriamente puestas en mí. Y por lo que se refiere a
Anette, su atractivo (ése que había aumentado con los años, estilizando aún más
su figura y refinando sus gustos al vestir) fue perdiendo interés para mí poco
a poco, y me acostumbré a ver su rostro serio y casi simétrico, su pelo que
cambiaba de color y forma según las modas, su cuerpo levemente musculado que
superaba la prueba del desnudo a pesar del tiempo. Me acostumbré a ella, a
sentir su respiración a mi lado por las noches, a no hablar, cada uno sentado
en una parte del sofá leyendo un libro. Me acostumbré a esa relación tan
educada y tan poco apasionada que formaba parte de mi vida. De mi otra vida. La
que he dejado atrás.
Lo que más me importó fue lo del
trabajo. Siempre he sido bueno con los números. Yo me atrevería a decir que soy
muy, muy bueno. Aunque mi obsesión por ser francés, realmente francés, me haya llevado
a estudiar esa lengua con más profundidad que la mayoría de los que la hablan,
mi pasión son los números. Por eso estudié Economía. Por eso trabajaba en el
departamento financiero. Mi mayor alegría es lograr que cuadren las cuentas.
Puede sonar raro, pero es así. Con los números nunca hay sorpresas. Los números
son universales y no tienen connotaciones, ni dobles sentidos, no te defraudan,
ni tienen ideas preconcebidas. Los números son de fiar. Sólo hay que saber
dónde ponerlos, pero ellos nunca te fallan. Puedes jugar, usarlos, moverlos,
quitarlos, añadirlos, pero al final, siempre, siempre, logras que todo cuadre.
Y entonces es como si oyeras una música perfecta que te llena de satisfacción.
No hay mayor placer. Al menos para mí."
¡Pepa, por favor sigue escribiendo! estoy deseando seguir leyendo la historia de Daniel!
ResponderEliminarMe encanta como escribes.
un beso, tirrit (sabes quién soy?)
Pepa, ¿podría leer tu novela??, estoy enganchada a tus relatos...¡qué descubrimiento!
ResponderEliminarEsa mirada inteligente, risueña y viva escondía muchas cosas...
No sé si sabrás ya quién soy, tu compañera de trayecto los viernes...
un beso
¿Eres Conchi Tomé?
ResponderEliminarQue decir de "Ni patria ni tribu" que no haya dicho antes. Magnífica obra, y con mis recuerdos alicantinos, se acentúa mi gusto por ella
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